Quito-Ecuador Los templos aborígenes y las reales mansiones (incahuasis), no eran minas inagotables de metales preciosos. Pronto quedaron exhaustas y en ruinas. Los conquistadores se lanzaron entonces al saqueo de los pueblos: ciudades y villas fueron arrasadas y los hogares nativos profanados. Se inicia, por codicia, la matanza del pueblo indio, y el mayor genocidio que ha registrado la historia. Benalcázar, no encontrando indio alguno en el Quinche, "sin otro motivo que la cólera de no hallar riquezas donde ponían los pies", mandó matar a todos los niños y mujeres de ese pueblo.
Por otra parte, a raíz de la ejecución de Atahualpa, se propaló insistentemente entre los conquistadores el rumor que los indios, sabedores de la tremenda traición y en venganza por las depredaciones sistemáticas ejecutadas por aquellos, resolvieron ocultar el oro y la plata. Esta versión enfureció a los españoles. Recurrieron, en represalia, al martirio de los jefes indios para arrancarles datos sobre la ocultación de tesoros. Al realizar este sádico designio de los conquistadores descubrieron con asombro el estoicismo de los indios, su capacidad para encarar el dolor, su impasibilidad para soportar el suplicio, su valor para enfrentarse a la muerte. "A unos quemaron a fuego lento -dice el historiador González Suárez-, a otros les cortaban las orejas, si no las narices, las manos y los pies. Amarraron a muchos de dos en dos por las espaldas y, así amarrados, los ahogaron en el Machángara, precipitándolos desde las peñas por donde se complacían verlos bajar dando botes, rodando hasta el agua. Por varias ocasiones encerraron a muchos en casa y les pegaron, prendieron fuego, haciéndoles morir dentro abrasados". Con crueldad que repugna fueron ajusticiados por no revelar el lugar en donde se encontraban ocultos los tesoros. Rumiñahui, Zapozopangui, Quingalumba, Rzo-Razo, Nina y otros dirigentes indígenas fueron torturados brutalmente.
No lejos de Quito, les dijo un indio a los conquistadores, existe un monarca que, para ofrecer sacrificios al Sol, "acostumbraba a cubrirse todo el cuerpo de oro en polvo, enviscándose para ello, de pies a cabeza de trementina". Se trataba de El Dorado, rey de un país donde existía el oro en ingentes cantidades. Leyendas como ésta venían a angustiar la excitada mente del conquistador. Y tras la búsqueda de este país maravilloso pero utópico (verdadero sueño de fantasía y riqueza ) se echaba el conquistador a inciertas aventuras, "con espuelas de calzonerexo, escopetas y espadas... una vela de cera, a media; una cajita con unas cuentas de rosario; y un libro de arte de bien morir". Muchas veces a cambio de su quimera encontró el conquistador la muerte en el páramo inclemente o en la oscura y pútrida manigua , o bien, descubrió nuevas tierras que incorporó a los ya vastos dominios de España. Cumpliéndose en esta forma, sin plan alguno, como en ararebato de locura, la expansiónan geográfica de la temeraria empresa conquistadora.
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Pronto quedaron exhaustas y en ruinas. Los conquistadores se
lanzaron entonces al saqueo de los pueblos: ciudades y villas
fueron arrasadas y los hogares nativos profanados. Se inicia,
por codicia, la matanza del pueblo indio, y el mayor genocidio
que ha registrado la historia. Benalcázar, no encontrando
indio alguno en el Quinche, "sin otro motivo que la cólera de
no hallar riquezas donde ponían los pies", mandó matar a todos
los niños y mujeres de ese pueblo.
Por otra parte, a raíz de la ejecución de Atahualpa, se
propaló insistentemente entre los conquistadores el rumor que
los indios, sabedores de la tremenda traición y en venganza
por las depredaciones sistemáticas ejecutadas por aquellos,
resolvieron ocultar el oro y la plata. Esta versión enfureció
a los españoles. Recurrieron, en represalia, al martirio de
los jefes indios para arrancarles datos sobre la ocultación de
tesoros. Al realizar este sádico designio de los
conquistadores descubrieron con asombro el estoicismo de los
indios, su capacidad para encarar el dolor, su impasibilidad
para soportar el suplicio, su valor para enfrentarse a la
muerte. "A unos quemaron a fuego lento -dice el historiador
González Suárez-, a otros les cortaban las orejas, si no las
narices, las manos y los pies. Amarraron a muchos de dos en
dos por las espaldas y, así amarrados, los ahogaron en el
Machángara, precipitándolos desde las peñas por donde se
complacían verlos bajar dando botes, rodando hasta el agua.
Por varias ocasiones encerraron a muchos en casa y les pegaron, prendieron
fuego, haciéndoles morir dentro abrasados". Con crueldad que
repugna fueron ajusticiados por no revelar el lugar en donde
se encontraban ocultos los tesoros. Rumiñahui, Zapozopangui,
Quingalumba, Rzo-Razo, Nina y otros dirigentes indígenas
fueron torturados brutalmente.
No lejos de Quito, les dijo un indio a los conquistadores,
existe un monarca que, para ofrecer sacrificios al Sol,
"acostumbraba a cubrirse todo el cuerpo de oro en polvo,
enviscándose para ello, de pies a cabeza de trementina". Se
trataba de El Dorado, rey de un país donde existía el oro en
ingentes cantidades. Leyendas como ésta venían a angustiar la
excitada mente del conquistador. Y tras la búsqueda de este
país maravilloso pero utópico (verdadero sueño de fantasía y
riqueza ) se echaba el conquistador a inciertas aventuras,
"con espuelas de calzonerexo, escopetas y espadas... una vela
de cera, a media; una cajita con unas cuentas de rosario; y un
libro de arte de bien morir". Muchas veces a cambio de su
quimera encontró el conquistador la muerte en el páramo
inclemente o en la oscura y pútrida manigua , o bien,
descubrió nuevas tierras que incorporó a los ya vastos
dominios de España. Cumpliéndose en esta forma, sin plan
alguno, como en ararebato de locura, la expansiónan geográfica
de la temeraria empresa conquistadora.